domingo, 9 de febrero de 2014



Al mundo lo conocemos de dos maneras. De forma directa, con los datos que nos ofrecen los sentidos; o mediante la experiencia de alguien más. La segunda manera es casi exclusivamente humana, aunque impropia, imprecisa y muchas veces falsa; la primera, también.

Las apariencias pueden ser o debo decir suelen ser engañosas. Un ejemplo que se utiliza mucho en epistemología para demostrar las posibilidades de equívoco en el paso de la experiencia lo que recogen los sentidos al juicio la clasificación que nuestra mente le da a esas percepciones es el siguiente: 

Dos hombres ciegos que no saben lo que es un elefante son enfrentados a uno. Uno toca su trompa y sus colmillos. Otro su piel y sus patas. La imagen mental que cada uno de ellos tiene del elefante será muy diferente, sin embargo, ambos alegarán que saben lo que es un elefante, porque han tenido contacto directo con él: alegarán evidencia.

Lo que sucede en el fondo es que nunca se tiene una evidencia completa de la percepción. Por eso los juicios humanos son tan dispares, por eso se nos escapa la vida discutiendo. Por eso la ciencia, aunque trata lo universal con métodos estrictos, nunca es irrevocable.

Ahora bien, lo que sabemos porque alguien más nos lo comunicó ya no sólo depende de los errores de percepción propios de nuestros sentidos defectuosos, sino también de los vicios, intereses y fallas lógicas de quien nos entrega el juicio. Ya lo dijo Gorgias: nada existe; si existiera, no lo podríamos conocer; si lo pudiéramos conocer, no lo podríamos comunicar.

Así llego al punto de una noticia que está de moda en nuestro mediocre futbol mexicano: Carlos Vela y la Selección Nacional. ¿Qué se sabe, en realidad, de lo que ha sucedido? Nada. ¿Qué han dicho los periodistas? Mucho. Más que mucho.

Directores de medios de comunicación, reporteros y comentaristas, esperaban ansiosos la culminación de la historia. Pensaban cómo encabezar el capítulo final en las planas de periódicos, especulaban sobre juegos de palabras con el apellido Vela que pronunciarían orgullosos (qué suerte, pensaban, que no se apellida López o Iturrigaray). Siguieron el viaje de Miguel Herrera a San Sebastián, ávidos de ser los primeros, con el tuit ya escrito y la flecha del cursor trémula sobre el botón de send, listos para disparar y acabar con la reputación de Carlos de un plumazo. Si le decía al Piojo que sí venía, lo tacharían de convenenciero; si volvía a decir que no, de traidor y pechofrío. Aves de carroña, picos afilados, cerebros mínimos.

Sócrates decía que el qué dirán sí era importante, siempre y cuando el tipo que opinara fuera un experto en el tema. Las voces desautorizadas no importaban, pero algunas sí. Yo me pregunto ¿qué clase de periodismo es este, el del futbol mexicano, que lanza opiniones durísimas y estúpidas basándose en conjeturas? ¿Cuánto daño económico ha asestado a la Selección, a la FEMEXFUT y a los dueños del balón nacional el sólo hecho de que Carlos Vela no quiera jugar con la Selección? 

Notemos que no se trata de cualquier jugador, sino probablemente del mejor jugador mexicano de la actualidad. Un jugador carismático, que atrae a los medios y a los patrocinadores, que lleva dinero a donde lleva su futbol. ¿Qué opinará Azcárraga de que le diga que no a la Selección, a su Selección? ¿Qué dirán entonces sus peones? ¿Qué están programados para decir los guiñoles que todos los días salen en la televisión a opinar sobre lo inopinable? Era obvio que no lo iban a perdonar.

Pero en el fondo nadie sabe qué es lo que pasa, cuáles son las causas por las que Carlos Vela ha dicho que no quiere jugar en el equipo de Azcárraga. Aquí entre nos, yo tampoco querría. Pero no puedo opinar, porque no tengo idea de los hechos. 

Algún día, quizá, Vela dirá por qué no quiso venir. Quizá nunca lo sabremos. Y no es importante, en realidad. Lo que sí es importante es aprender a discernir las opiniones autorizadas de las voces de los imbéciles, sobre todo cuando vamos a hacer nuestro un juicio ajeno. 

Parafraseando a Shakespeare: el futbol no es sino una historia, narrada por un idiota, lleno de ruido y furia, que nada significa. Ese idiota se apellida a veces Alarcón o Martinoli, a veces Fáitelson y a veces Fernández. Tiene muchos rostros.

@_zemaria







  

domingo, 15 de diciembre de 2013


Queremos tanto a Elena Poniatowska. Su trayectoria en la lucha social, desde las trincheras del contrapelo, ha sido incansable. Siempre sonriente, siempre firme, sensible a la injusticia como una herida expuesta, dulce al alma como una gloria de Linares. Justa, recia. Una mujer ejemplar.

A mí no me gusta su prosa.

Se me ocurrió decir, hace unas semanas, cuando le dieron el Premio Cervantes, que era como si le hubieran dado el Balón de Oro a Arbeloa. Un entrañable amigo de inmediato saltó: no, Elena tiene una trayectoria impresionante —me dijo—, desde dentro y desde lejos del sistema, y unos principios inquebrantables. Además —añadió— tiene varios premios previos, ha ganado y merecido todos: están reconociendo el valor social de una vida… y, por otro lado, ¡carajo, Arbeloa juega en el Madrid..!

Tenía la razón. El Premio Cervantes es el máximo reconocimiento que otorga el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte del gobierno español a "la labor creadora de escritores españoles e hispanoamericanos cuya obra ha contribuido a enriquecer de forma notable el patrimonio literario en lengua española”. Evidentemente, escribir bien y bonito no es la única forma de contribuir al patrimonio literario de la lengua, faltaba más. Con esto quiero decir que no sólo se puede contribuir de manera técnica o formal, sino también de manera social, epistemológica y antropológica. La honestidad, la entereza, la penetración y la pegada de las letras de Poniatowska, lo hacen. Las causas y los efectos de sus textos le han valido merecer este premio con justicia. 

Mi analogía fue mala por múltiples motivos. Yo quería señalar que la prosa de Elena, comparada con el futbol, se parece más al juego de un defensor central que, aunque necesario y a veces valioso, no deja de ser siempre primitivo y algo torpe, como el de Arbeloa. Y es que Arbeloa también lo ha ganado todo: liga, Champions y hasta una Copa del Mundo. Pero no, no es igual. Luego pensé que mejor hubiera dicho Puyol, que tiene más ese otro valor, el de la fuerza que resiste, el contestatario, el inspirador. Mi amigo me dijo después, “es más como nuestra Miguel España”. Yo no pude sino sonreír, estar de acuerdo y pensar en cómo nos estamos haciendo viejos.

Cuando hablamos del Balón de Oro, la cosa es muy distinta. 

Aquí un paréntesis (o más bien un corchete): [Para que un defensor reciba el Balón de Oro tienen que suceder varias cosas: primero, que gane una copa del mundo o una Champions siendo uno de los jugadores más importantes del equipo; también, que haya una extraña época de sequía de futbol imaginativo o lesiones espeluznantes que trunquen carreras; por otro lado, debe jugar preferentemente en un equipo popularísimo u oficialista (como el Madrid); y, por si fuera poco, también debe haber un compromiso político tácito entre todos los capitanes y técnicos de las selecciones afiliadas a la FIFA para premiar o acribillar al héroe o al villano de moda. Todo esto sucedió cuando el Balón lo ganó Cannavaro, il capitano, pero difícilmente volverá a suceder. Así que no, Arbeloa, no].

Pero, volviendo a hablar de premios, ¿qué es exactamente el Balón de Oro? Se trata de una distinción individual en un deporte naturalmente colectivo. Ay, cosa rara. Premiar al jugador del año se vuelve muy subjetivo cuando no se vale evaluar el funcionamiento y los logros de su equipo. ¿Es justo darle el premio a un jugador que no ganó nada con su equipo en determinado año? ¿No son más valiosos los once jugadores que levantaron la Champions que el genio que la perdió? Son preguntas que no tienen una respuesta clara porque este premio es algo contrario al espíritu del juego. Es un premio contra natura.

Es prudente además acotar esto: que el Balón de Oro no se otorga como reconocimiento a una carrera ejemplar, sino como reconocimiento al juego de una sola temporada. Sin embargo, ahí está Messi (sin duda el mejor jugador de la historia) cada año luchando por un premio que, a mi entender, este año no se merece. 

Concluyamos. La solución a uno de los varios problemas de este premio, a saber, el de que no está claro qué es lo que reconoce, es una de estas dos: o se establece que se premiará al mejor jugador de Europa cada año; o se deja claro que se premiará al jugador que hizo la mejor temporada desde el punto de vista individual, pero con relación al desempeño colectivo de su equipo. Son cosas distintas. Si atendemos al primer criterio, ese premio debe recibirlo Lionel cada año de aquí hasta que se retire; si, en cambio, usamos el segundo criterio, debe llevárselo (salvo en ocasiones muy especiales) el jugador más valioso del equipo campeón de Europa, que, este año, debería ser Franck Ribéry.

Pero eso sucederá hasta mediados de enero. Mientras tanto: muchas felicidades, doña
Elena.

@_zemaria



sábado, 23 de noviembre de 2013


Pálidamente pulcro, lamentablemente respetable, incurablemente solitario. Así describe el narrador del cuento a Bartleby, el escribiente. Se trata de un texto básico de la literatura anglosajona, escrito por Herman Melville y publicado en 1856. 

Contratado como copista en un bufete de Wall Street, Bartleby se presenta a trabajar siempre a buena hora y con una eficiencia absoluta. Copia textos largos sin hacer ruido, no pierde el tiempo, no socializa, no se queja y no sobresale especialmente en ninguna tarea. En otras palabras, es un personaje que muchos dueños de empresas podrían calificar como el empleado perfecto.

En un momento del texto, el jefe de la empresa lo llama para revisar la correcta copia de un texto corto. Bartleby le dice, con sobriedad y sin estímulo, preferiría no hacerlo. A partir de esa escena, cada vez que se le pide alguna tarea específica, más allá de las que tiene que hacer por contrato, responde con la misma frase: I would prefer not to. El tiempo pasa y Bartleby se acerca cada vez más a la ineptitud completa, a la ataraxia. Cuando es despedido, se rehusa a salir de la oficina empleando la misma muletilla. Incluso se muda a vivir a su estación de trabajo y, antes de ser reportado con la policía y encerrado en la cárcel, pone en jaque al director, que considera la opción de mudarse con todo y oficina lejos del cenizo escribiente.

Bartleby, el escribiente es una obra sencilla, directa y anticlimática que, no obstante, afectó directamente a escritores importantes, como Albert Camus, quien la consideraba una influencia definitiva. El texto también puede entenderse como un preview de La Metamorfosis y un antecesor directo de varias otras obras de aromas existencialistas.

Más de 150 años después de la publicación de Melville, miro un partido de la fecha 16 del Apertura 2013 de la Liga MX. Una combinación que en otros tiempos se anticipaba explosiva y que echaba a andar cascadas de pasión desbordada desde las tribunas, las cantinas y las salas de estar: Guadalajara vs. Universidad. Hoy, tristemente, se trata del partido que definirá quién es el peor equipo del torneo.

Saltan a la cancha. Descubro, con profunda nostalgia pero sin ninguna sorpresa, que José Luis Trejo, el DT de Pumas, ha decidido jugar sin delanteros y apostar inexplicablemente por un empate que lo dejará en el fondo de la tabla. Cortés, Orrantia y Luis García son los tres jugadores más adeltantados del cuadro universitario. Entonces pienso en Bartleby.

Entiendo que si su puesto depende de, al menos, no perder, salga con un cuadro precavido para enfrentar a Santos en la Laguna. También entiendo –aunque no lo justifico— que cambie a un delantero por un defensa para amarrar el primer y único triunfo de Pumas en la temporada, ante Rayados en Monterrey. Lo que simplemente no me entra en la cabeza es ensayar el empate contra el peor equipo del futbol mexicano en la actualidad. En el área técnica se pasea Jose Luis, pálidamente pulcro, lamentablemente respetable, incurablemente solitario. Si alguien le hubiera preguntado por qué no jugaron Nahuelpán, Ramírez, el otro Ramírez, Nieto o Bravo, quizás hubiera dicho: preferiría no responder.

No sé lo que vaya a pasar el próximo año. Me atrae mucho la idea de imaginar a José Luis Trejo sentado en su escritorio durante más de dos meses, mirando de lleno la pared de ladrillos sin parpadear, día tras día hasta que dan las seis de la tarde y puede irse a casa. Quizá ya hasta se ha mudado a vivir a la oficina del club.

Es más que probable que los directivos del patronato hayan querido echarlo ya, como queremos todos los aficionados, pero que simplemente no hayan podido. Que cuando le dijeron que se fuera, él prefirió no hacerlo. Y es tristemente claro que tampoco ha preferido opinar sobre la contratación de refuerzos para la próxima campaña. Uno lee los nombres en el diario. Se trata de un creador de juego con el pecho helado, una incógnita sudamericana y dos jugadores más, claramente elegidos por su jefe, el resuscitado Mario Trejo: Leandro Augusto y Dante López.

Dicen que un equipo, al cabo de un rato, adquiere la misma personalidad que su director técnico. Que los dioses tengan piedad del club Universidad antes de que termine con el puma de la camiseta borroso, los cabellos cenizos y las ganas de sobresalir escurridas por la coladera de las duchas en los vestidores.


@_zemaria

domingo, 3 de noviembre de 2013


¿Qué es un equipo sino sus jugadores, sus entrenadores, sus goles y sus errores?

Un día Bustos Domecq, paseando por Núñez, notó que el paisaje del barrio estaba cambiado. El día caía como siempre, pero ahí, abajo, algo faltaba. Se trataba de algo grande, algo monumental. En efecto, el estadio de River había desaparecido y en su lugar silbaba apenas un tibio eco de gol sobre un terreno baldío.

Es el cuento de Borges y Bioy Casares «Esse est percipi», una de tantas historias de Bustos Domecq, ese famoso personaje que construyeron juntos. Después de descubrir que el estadio ha desaparecido, Bustos se propone resolver el misterio sin imaginar aún la porquería que hay detrás. Después de algunas preguntas, es dirigido hacia el presidente del equipo Abasto Jrs., quien le confía el secreto: hace más de treinta años que no se juega un partido de futbol en Argentina, todo lo que hay son actuaciones en sets de televisión y narraciones fantasiosas en cabinas de radio. El futbol y los demás deportes profesionales no son ya sino obras del género dramático encargadas por él a los comentaristas de los medios, verdaderos narradores, creadores de historias. 

Hoy volteamos a ver el futbol mexicano y descubrimos que la cosa no está muy lejos de la ficción de aquel cuento. La liga es lo que percibimos de ella. El Chicharito es lo que nos dicen que es, Vela es quien los comentaristas deciden que sea. Fantasías dictadas a un micrófono. Y el que mueve los hilos —oh, coincidencia— es también el presidente de uno de los equipos: el dueño del balón, el cáncer Azcárraga.

Como buen texto de ciencia ficción, el cuento de Borges y Bioy plantea un escenario futuro terrible pero a la vez posible, consecuente y quizás hasta necesario. La realidad hoy en día pareciera ser el principio del fin. 

Como prueba, un balón: imagine usted a los aficionados del equipo San Luis. Si bien el estadio Alfonso Lastras no desapareció de un día para el otro, el equipo entero, sí. Una noche se fueron a dormir y, cuando despertaron, su equipo ya no jugaba en primera división. Los dueños del balón habían decidido que el equipo Jaguares se convirtiera en el Querétaro, que La Piedad se transformara en Veracruz y que el San Luis dejara de jugar en primera. ¿Por qué? Porque pudieron y porque quisieron, nada más.

Hablemos también del Veracruz, por ejemplo. ¿Qué pasó ahí? Una canallada. Es una tristeza ver a los seguidores desconcertados, como gallinas sin cabeza, revoloteando en las tribunas de un equipo que no es el suyo, pero que quiere impostar la historia que construyó Luis de la Fuente, Julio Ayllón, Casarteli, Malibrán, Bakero y hasta Cuauhtémoc Blanco.

Una de las preguntas que surgen ante este horror tiene carácter filosófico: ¿es ese equipo todavía el Veracruz? ¿Es un equipo —o cualquier cosa— algo más que la suma de sus partes? Si han cambiado todos los jugadores, los técnicos, las estadísticas y hasta la razón social del equipo, ¿siguen siendo los Tiburones Rojos? Si la respuesta fuera , la siguiente pregunta tendría que ser por qué. ¿Es acaso un equipo sólo su escudo, su mote o la percepción popular originada en los medios de comunicación que poseen nuestro futbol? 

Fue grave. Todo lo que pasó en el descanso de medio año fue muy grave. La identidad perdida de los equipos es también sustancia que se ha derramado, que se ha evaporado de la faz de la liga. ¿Será que muy pronto nuestro fútbol se convierta por completo en una obra de teatro o en una radionovela imaginada por la diminuta mente del Perro Bermúdez?

Qué asco.


@_zemaria

domingo, 13 de octubre de 2013


No amo mi patria
su fulgor abstracto
es inasible


J. E. Pacheco, Alta traición

El rey es rey porque es hijo del rey anterior. O su sobrino: su heredero. Por la misma razón el rey anterior fue rey, y el anterior, y así sucesivamente hasta llegar al rey primigenio, que recibió el trabajo de rey del omnipresente: dios en su faceta de gran reclutador de recursos humanos.

Hay un rey en España hoy. Sí, siglo XXI. Hay una reina en Inglaterra. De esos países viene John Carlin, periodista inglés con nacionalidad también española que escribe para el diario El País.

Su último texto (leer aquí) habla sobre el circo en el que, dice, se ha convertido el futbol mundial, a nivel selecciones de países, gracias a la facilidad actual para adquirir nacionalidades y jugar para la selección que a uno más le convenga. Dice que la presencia de naturalizados en las selecciones convierte las competencias internacionales en simples bromas, rebajándolas al nivel de cualquier competencia de clubes.

Carlin no puede comprender cómo es que alguien pueda elegir su nacionalidad. ¿Qué no es algo que viene dado por los antepasados? —quizá se pregunta— ¿qué no la gente nace en un reino y debe proteger a su rey?

No me extraña, para nada, que en su texto aparezcan al menos una vez las siguientes palabras:  inconcebible, antepasados, idioma, identidad, autoengaño y Franco. Parece un texto escrito en el siglo XVIII (excepto por la referencia a Franco).

Pero la pregunta crucial es: ¿por qué un mexicano, español o alemán naturalizado no tendría derecho a jugar en la selección nacional de su nuevo país? ¿Por qué, según Carlin, Diego Costa no debería poder jugar con España en lugar de Brasil?

Señor Carlin, ¿Diego Costa tiene un pasaporte español? ¿Tiene DNI? Si la respuesta es , le pregunto entonces: ¿qué más debe tener? ¿Antepasados reales? ¿Sangre pura? ¿Certificado de autenticidad? ¿Gusto por el jerez y el flamenco?

Álvaro Mutis decía que «uno no es de donde lo dieron a luz —una cuestión mecánica— sino de donde la gente y las cosas le dicen a uno 'tú eres nosotros, nosotros somos tú'». Si la razón por la que una persona decide adoptar una nacionalidad fuera sólo la posibilidad de jugar en un equipo de futbol, aunque fuera sólo eso —aunque no tomáramos en cuenta que esa persona casi siempre vive y tiene familia en el país que decide adoptar, come su comida y guarda sus fiestas, aprende el idioma y las costumbres—, aun así tendría derecho de hacerlo. Porque, a diferencia de los demás, no ha adquirido una nacionalidad por herencia, por circunstancia geográfica o por derecho real/divino. No, la ha adquirido por voluntad propia. Costa es español no porque haya nacido en España, sino porque quiere.

Dejémonos de nacionalismos absurdos y xenofóbicos. Dejémonos de latiguear la espalda. Las nacionalidades son documentos y nada más. Esto es el intento por un mundo global, señor Carlin, un mundo adulto donde la identidad habría de construirse con respeto y no con historia; donde se debería heredar educación y orgullo, no poder; donde las fronteras habrían de ser brazos abiertos y no muros cerrados; donde el humanismo tendría que ser la única bandera, el único rey, la única ley.

Por lo demás, lo que pasa en la cancha es futbol y nada más. Una cascarita entre los barrios del mundo. No pretendamos pedirle a una federación deportiva que corrija lo que a muchos retrógradas les parece que hacen mal los legisladores de los países. ¿O usted, señor Carlin, pretende que la FIFA le diga a Diego Costa que no es español aunque tenga un pasaporte expedido por el gobierno de ese país?

@_zemaria

miércoles, 9 de octubre de 2013



El rey es dos reyes. Es Felipe IV de España, su idea, el icono que representa, el imperecedero cuerpo de la figura monárquica, el espíritu que ha quedado plasmado en los lienzos de Velázquez, sí. Pero también es Felipe, frente al espejo, peinándose el bigote hacia arriba para acentuar el prognatismo, el cuerpo perecedero del hombre, que se dirige a la carroña, que se baña y se rasura, que se reseca y que engorda.

El rey es siempre dos reyes. Es una figura y es una persona.

Pierre Michon, uno de los escritores vivos más importantes del mundo, ha desarrollado esta teoría, la de los dos cuerpos del rey, aplicándola a la historia de la literatura. No toda época tiene un rey, un escritor absoluto —Dante, Faulkner, Beckett—, pero sí, es un hecho, se busca todo el tiempo y se mantiene al anterior, aunque esté muerto, hasta que se pueda proclamar uno nuevo. La idea del rey, la necesidad de tener un rey, permanece. Está ahí, aunque no esté encarnada en nadie vivo, reinando.

Cuando Faulkner fue rey, muchos escritores de la época querían escribir su propio The sound and the fury. Era el paradigma estético vigente. Después, cuando alguien más ocupó su puesto, el paradigma cambió. Pero la cuestión importante está en la necesidad de un paradigma, de un faro que dirija a todas las embarcaciones.

El rey del futbol es un equipo. Jugar bien, hasta hace un par de años, quizá todavía hoy, es jugar como el Barcelona. Messi es el rey. Xavi e Iniesta son los reyes. Hay un triunvirato que rige, aunque en cada partido veamos setecientos pases laterales, aunque Messi no juegue igual en Argentina, aunque Xavi corra menos y recupere menos balones que Schwensteiger, aunque se esté jugando ante Getafe y no ante el Dortmund o el Chelsea.

Fue la selección holandesa de los setenta. Fue el Madrid de los ochenta. Fue la Hungría de Puskas. Las características que invistieron a esos equipos como reyes fueron siempre diferentes: la velocidad de desdoble, el futbol total, la contundencia, la garra, los títulos logrados.

¿Cuánto tiempo pasará para que haya otro nuevo rey? Nadie lo sabe. Quizá hoy se esté fraguando una conspiración, una conjura para derrocar al Barça. Quizá el príncipe de Múnich esté a punto de apropiarse por completo del reino. Habrá que esperar.

Pero hay una pregunta más profunda. ¿Hasta cuándo seguiremos viviendo en una monarquía futbolística? ¿Necesitamos un rey? ¿Es posible mantener la competitividad de las ligas apostando por otras formas de jugar al futbol además del famoso y aburrido tiki-taka? El Atlético de Madrid, el Bayern Múnich, el Borussia Dortmund y, en niveles más elementales, el América de México lo están intentando.

Aboguemos por una democracia futbolística, una forma más plural y colorida de entender este juego, o perezcamos viendo una única manera de ganar y una ola entera de equipos intentando implementar sistemas que no corresponden a sus capacidades técnicas ni físicas.

@_zemaria







jueves, 3 de octubre de 2013



Darwin recupera el balón por la derecha, toca al centro, Chato recibe. Después, escuchamos una voz que dice "Darwin recupera el balón por la derecha, toca al centro, Chato recibe". Como un odioso déjà vu, pero peor, porque la voz que escuchamos es la de Martinoli.

Por el afán de convertirse en narradores, los comentaristas de futbol se han transformado en cronistas inútiles. Por querer hablar más, como si tuvieran miedo al silencio, como si transmitieran para la radio, los comentaristas se han vuelto cada vez más obsoletos, cada vez más estorbosos. Son los documentalistas de lo obvio, el eco maltrecho de este hermoso juego, la razón por la que algunos partidos buenos se soportan acaso como malos y algunos malos son simplemente insoportables.

En las disciplinas narrativas de la literatura (y no en las líricas), el narrador es la pieza fundamental de la historia. Es la conexión entre el autor y el lector. Lleva la batuta de la cronología y resulta completamente necesario para entender cualquier texto. El narrador es el dios, el demiurgo de una historia. Siempre sabe más que el lector y, en esa medida, lo interesa, lo atrapa, lo convierte en cómplice.

El teatro y el cine, en cambio, aunque son también de carácter narrativo, tienen otros vehículos para contar, puesto que también son artes plásticas e interpretativas. Esos vehículos son los elementos visibles: actores, escenarios, luces, planos, actos. No hay narradores. ¿Qué tan estúpida resultaría una película en la que cada escena se narrara, al mismo tiempo en que se muestra y se desarrolla, por una voz en off? ¿Qué tan ridícula una obra en la que los actores dijeran, por ejemplo, "entro a escena, hablo con el actor que representa al César y le digo...", antes de hablar?

Así suena el futbol, tristemente, cuando se transmite hoy por las insulsas, manipuladoras y adoctrinantes televisoras nacionales.

Por eso, para ver futbol, lo mejor es ir a la cancha.

En el estadio uno se tiene que rascar con sus propias uñas. Frecuentemente los sistemas de sonido local son Steren o peores, así que uno tiene que deducir, analizar y memorizar lo que ve para saber quién fue amonestado, quién salió, quién entró, quién cobra el tiro de esquina y cuál es la alineación del equipo. Casi nadie va solo a ver a su equipo, lo normal es sentarse junto a un amigo, un conocido o una porra completa de descerebrados. Entonces el silencio se llena con cantos, mentadas de madre, gritos al cervecero y comentarios aislados. El "perro" Bermúdez no existe en la cancha. Por cierto, nota al margen: ¿bajo qué parámetros uno permite y promueve que le llamen "perro"? Pobre Zenón, pobres mascotas, ¿qué culpa tienen?

Son insoportables las frases idiotas que se quedan en la mitad del camino entre la descripción y la metáfora: "respetar el esfuerzo", "hágala", "juguete saltón llamado balón" (!), "abrir la cancha", "volumen de juego": todos términos huecos o, como se decía en la edad media, flatus vocis (voces vacías).

Los cronistas deben entender que su trabajo consiste, cuando más, en informar el nombre de quien trae la pelota y en comentar táctica y estratégicamente el juego: para eso les pagan. ¿O será, quizá, que no saben cómo hacerlo?

@_zemaria